Haciendo
un paralelismo entre los tiempos actuales y los tiempos pasados percibimos que,
pese a la poca infraestructura y pocos avances que había hace 30,40, o 50 años,
los niños de entonces nos poníamos bastante menos enfermos que los de hoy.
Recuero que no queríamos estar enfermos para poder salir a jugar al fútbol con
los compañeros y, en presencia de algún resfriado, que era la enfermedad más
común en aquellas épocas, los pocos días
que nuestras madres nos decían que nos quedáramos dentro de casa nos enfadábamos
mucho, pues teníamos la sensación de que nos estábamos perdiendo algo. Cuando
nos resfriábamos seguíamos jugando al fútbol con los amigos en la calle, y lo
más interesante es que casi no tomábamos fármacos, salvo que fuera alguna anomalía
más importante. Para un simple resfriado, nuestras madres preparaban sus
pócimas milagrosas aprendidas de sus madres que consistían en cosas naturales
como un té de ajo caliente, miel y limón calientes, té de canela y cosas por el
estilo. Estos remedios eran aplicados por la noche y al día siguiente ya estábamos
recuperados. El estilo de vida que llevábamos era simplemente genial, teníamos
una alimentación muy sana, hacíamos mucho ejercicio físico, estábamos siempre
en movimiento. El estrés era algo que afortunadamente yo no conocía, y desde
luego en aquellos tiempos se daba muy poco espacio a la posibilidad de tener
una enfermedad.
El
estrés es uno de los mayores impulsores de las enfermedades, puesto que la
liberación del ACTH es capaz de inhibir el sistema inmune.
Cada
día billones de células mueren, al mismo tiempo que otros billones se reproducen. Cada tres días el sistema
digestivo renueva sus células; cada siete días las células de actina se renuevan,
y cada catorce días las de miosina; cada treinta días se renuevan las células
del miocardio. Pero ante la existencia
de estrés, todo el proceso de renovación celular se bloquea debido a que el sistema inmune se inhibe a causa de la
liberación de la ACTH (hormona del estrés).
La
ACTH apaga el sistema inmunitario. Por ello, en la presencia de estrés, una
persona pierde muchas células, mermando
su calidad de vida de una manera muy importante. En otras palabras, se
detiene el crecimiento del cuerpo. Al mismo
tiempo, con la inhibición del sistema inmunitario, la energía del cuerpo se
debilita de manera sustancial, lo que facilita que los virus actúen con mayor facilidad.
En
nuestro caso, casi nunca nos poníamos enfermos, y cuando ello ocurría nos
recuperábamos con tremenda facilidad. Éramos muy activos físicamente, además de
que en aquellos tiempos era inaceptable que un niño pasase el día dentro de
casa. No conocíamos los ordenadores, tampoco
los videojuegos. Las hamburgueserías casi que no existían y el consumo de
azúcar era muy bajo. Durante el día se gastaba muchísima energía, y la obesidad
no era una preocupación.
La
clave de nuestra buena salud era el ejercicio físico. El ejercicio físico es
capaz de proporcionar una gran cantidad de estímulos que incitan a nuestro
cuerpo a reaccionar de manera positiva de cara a cualquier anomalía, y que
pueden ser claves en la defensa del organismo frente a una enfermedad más
importante. Y no me canso de decir que la práctica de
actividad física nos proporciona una gran liberación de neurotransmisores que
se encargan de inhibir el cortisol (hormona del estrés), además de estimular
otros neurotransmisores que nos ayudan a tener tranquilidad, alegría y más
ganas de hacer ejercicio y de movernos; estos neurotransmisores también pueden
ser estimulados por vía del pensamiento
positivo y de la buena energía. La química del cerebro puede ser alterada por
el pensamiento, tanto positivo como negativo y, cuando ello ocurre,
experimentaremos las mismas sensaciones emocionales que nos son proporcionadas
cuando hacemos ejercicio o cuando
estamos enfadados, deprimidos o desanimados.
En
nuestro caso, queríamos estar siempre bien de salud para poder estar con los
amigos en la calle, y ese pensamiento
positivo que teníamos, junto con el amor
y la seguridad que nos transmitían nuestras madres y su convicción al
confeccionar aquellas formidables pócimas, fomentaban una aceleración de
nuestra recuperación. Las ganas que
teníamos de estar bien para poder salir a la calle jugar superaban a cualquier
sensación de miedo por estar enfermo.
De
otra parte, yo jugaba al fútbol mismo estando resfriado, y lo único que ocurría
era que al comienzo del partido me sentía un poco congestionado, pero después de la primera carrera detrás del
balón ya casi no me acordaba de que estaba enfermo. La ingente entrada de
oxígeno que se producía en mi organismo, fomentaba un gran auxilio en la lucha
de mis defensas en contra de los virus que estaban en mi cuerpo, al mismo
tiempo que al practicar ejercicio físico, los niveles de cortisol bajaban y se
fomentaba la estimulación de una gran cantidad de hormonas y neurotransmisores que
proporcionan bienestar e inhiben el estrés. Se fomentaba la liberación de
enormes cantidades de Dopamina.
La
Dopamina es un neurotransmisor que tiene
como funciones principales proporcionar energía mental, mejorar la atención,
controlar los impulsos, la motivación, la determinación, el movimiento, la memoria, las recompensas
agradables, el comportamiento y la cognición, la atención, el sueño, el humor,
el aprendizaje, etc. Y, entre varias otras cosas, es un neurotransmisor
predominante en las áreas del sistema de recompensa mesolímbico: respuestas de
euforia y de la estimulación en el cerebro.
Dentro
de una enfermedad, desafortunadamente la primera medida que viene a la cabeza
de las personas es la ingesta de fármacos, muchas veces sin la prescripción de
un facultativo. En los países considerados de “primer mundo”, esta adicción
supera límites inimaginables. Hoy en día, al mínimo estornudo de un niño, los
padres, como precaución a un posible resfriado, les proporcionan fármacos a sus
hijos. Pero el abuso de fármacos puede traer consecuencias negativas. El uso
excesivo de una sustancia puede llevar a la adicción.
Es
importante recordar que la adicción, no importa cuál, proporciona muchas
perturbaciones cognitivas. Los sistemas
cerebrales, los neurotransmisores, los sistemas de recompensa mesolímbico
(principales vías del sistema nervioso central), son cruciales en el desarrollo
de las manifestaciones adictivas.
Los
neurotransmisores son las sustancias químicas naturales que se responsabilizan
de la actividad cerebral: de las emociones, de la motivación, de los instintos,
etc. Son sustancias fundamentales en el orden del estado de ánimo, pudiendo provocar euforia o inapetencia. Los estados
de excitación extrema, provenientes de conductas de estimulación como
practicar ejercicio físico de manera
desmesurada o la utilización de drogas,
afectan a los neurotransmisores de manera que el cerebro pasa a
producirlos en exceso. Estos cambios pueden ser nefastos y contribuyen de
manera significativa a un desequilibrio
bioquímico.
El
entrenamiento de las células:
En
el desarrollo de una enfermedad, la detección del virus o patógeno que la
compone es complicada, ya que éstos pueden evolucionar rápidamente produciendo
adaptaciones con el fin de penetrar en el sistema inmunitario pudiendo así infectar
con éxito a sus huéspedes. Para superar este problema, son desarrollados en el organismo múltiples
mecanismos que reconocen y neutralizan dichos patógenos.
Podemos
entrenar nuestras células vía ejercicio físico. Según el estímulo que
proporcionemos a nuestro cuerpo, nuestras células responderán de una manera o
de otra, y la forma en la que nuestras células se comportan nos facilita una mejor
o peor calidad de vida.
Tras
la práctica del ejercicio físico se producirá un daño muscular microscópico. Este
daño implica la ruptura del sarcómeros (unidad anatómica y funcional del
músculo estriado), y de las membranas, lo que facilitará una inflamación, que es la consecuencia de una respuesta
inmunitaria del organismo frente al daño ocasionado. Las células inmunitarias,
como por ejemplo los leucocitos, actúan y hacen que aumente el flujo sanguíneo
hacia el área dañada, y éste hace que lleguen más nutrientes y más oxígeno a las
zonas dañadas para poder eliminar los radicales libres, como por ejemplo el
lactato.
Al
practicar actividad física dentro de una enfermedad, el equilibrio químico de
la célula (la homeostasis celular) se rompe. La homeostasis es la estabilidad
orgánica. Con el desequilibrio de la homeostasis, se produce un cambio en el
medio químico de la célula alterando así su función fisiológica en el control
de los órganos. Los órganos reaccionan en contra del estrés con el fin de controlar
la homeostasis y por consiguiente sus funciones orgánicas.
Éstos
son los cambios homeostáticos durante la
actividad física: elevación de la temperatura corporal, aumento de la acidez en
la sangre, caída del oxigeno contenido en los líquidos corporales, incremento
del dióxido de carbono, entre otros. Al recibir estos desórdenes, las células cambian
sus funciones para adaptarse al ejercicio físico. Estos ajustes ocurren en el
corazón, en los pulmones, en el páncreas, en los músculos, y los huesos. Todo este
desequilibrio temporal ocurre constantemente en nuestro organismo, sobre
todo con la práctica de la actividad
física, y dentro de un proceso de enfermedad es beneficioso porque hace
reaccionar a las células de manera muy positiva.
En
la práctica de ejercicio físico, siempre debemos ver el cuerpo desde dentro
hacia fuera, y no desde fuera hacia dentro. Cuando hablamos de prescribir
ejercicio físico para tratar o para ayudar a tratar las más distintas enfermedades, sea un
resfriado, la diabetes, la obesidad, el cáncer, etc., en realidad estamos
hablando de entrenar las células para que éstas cambien su modus operandi, haciendo
que el organismo reaccione de forma positiva para propiciar una mejoría en la
salud de la persona afectada.
Pero
para que estos beneficios se produzcan, es necesario dar tiempo a las células
para su adaptación. Como un ejemplo, la obesidad: no sirve de nada que una
persona pierda una gran cantidad de peso de manera rápida y en un corto espacio
de tiempo si sus células no se han adaptado a la nueva situación. Para que los cambios pasen a hacer parte de
nuestras vidas, las células necesitan tiempo para su readaptación. Es necesario
que la nueva situación se repita una y otra vez, y que nuestro cerebro
recalcule y mecanice los nuevos estímulos transformándolos de acción de
conducta a rutina. Este cambio puede tardar entre 18 a 260 días, según la
persona, además de que es necesario que las nuevas tareas se automaticen
durante una media de 60 a 70 reincidentes días (ejercicio, alimentación
equilibrada, consumo de agua diario equilibrado, horas de descanso, etc.).
Tanto
en el caso de la obesidad, como en el de la diabetes, es fundamental dar una especial atención a la
enzima AMPK, que es un regulador
metabólico y auxilia a los músculos en el consumo de azúcar y de oxígeno. Al
hacer ejercicio físico se estimula la
acción de la enzima AMPK. Una de las
actividades de dicha enzima es auxiliar
el aumento del consumo de azúcar
y de oxígeno en los músculos. Si estas enzimas dejan de existir en el
organismo de una persona por falta de movimiento, ésta tendrá un menor nivel de
mitocondrias, que son la central de energía de las células, y eso dificultará
la absorción de glucosa en el momento en el que desarrolle algún tipo de
actividad como hacer ejercicio. Al hacer ejercicio físico, los niveles de mitocondrias
en los músculos aumentan de manera significativa.
¡El
ejercicio es la mejor medicina!
En
la existencia de un mínimo de energía, hacer ejercicio físico dentro del
proceso de una enfermedad es importante, pues éste es capaz de activar el
organismo de manera notable, y de esa forma, las defensas también son
activadas, cosa que acelerará la recuperación.
Otro
de los motivos importantes para la práctica de actividad física durante una enfermedad,
es que el ejercicio físico acelera la necesidad de rehidratación. Normalmente
las personas, desafortunadamente no tienen la costumbre de beber las cantidades
recomendadas de agua durante el día, y
menos cuando están enfermas. Para que se fomente un “entrenamiento celular” de
una manera satisfactoria, es fundamental
que exista un inmejorable aporte hídrico.
El
agua compone la mayoría de las células de nuestro cuerpo, es la parte más
grande de nuestro sistema sanguíneo y linfático, desarrolla una función primordial
transportando alimento y oxígeno a las células y desechando intrusos y desperdicios. Limpia
nuestros riñones de substancias tóxicas;
balancea nuestros electrolitos
ayudándonos a controlar la
presión sanguínea; nos provee de los minerales que necesitamos
tales como magnesio, cobalto y cobre.(1)
Hay
muchos casos en los que una mala hidratación y la falta de actividad física pueden
hacer que los radicales libres tarden mucho en eliminarse del organismo, sobre
todo si esta situación se acompaña de
otros hábitos perjudiciales (dietas inadecuadas, adicción a las drogas, tabaco,
alcohol, la utilización excesiva de fármacos, el sedentarismo) y si además se
padece alguna enfermedad. Frente a esta situación, las células intentan
defenderse de varias maneras antes de ponerse enfermas. Una de esas maneras es
la acidosis metabólica. Las células retienen agua con el fin de solventar la
situación ácida dentro de su entorno, y eso ocasiona una subida importante en
el peso corporal al mismo tiempo que en el volumen de la persona (retención de
líquidos). Ante esta situación, la
actividad física gana una especial relevancia puesto que, al mismo tiempo que
produce una importante alteración en la situación de acidosis vivida por las
células, alteración promovida por la gran entrada de oxígeno en el organismo,
es capaz de controlar la retención de líquidos producida por las células como
respuesta a dicha situación ácida. Hemos de recordar que son los pulmones y los
riñones los que regulan el estado ácido/básico del cuerpo.(2)
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